La hospitalidad de la capital “narco” de Latinoamérica
Texto escrito para Periódico La Frontera. Los eventos descritos ocurrieron una tarde de julio de 2016.
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Tras recorrer el suroeste de Brasil, Juan Pedro Caballero es la primera ciudad del Paraguay que me recibe junto a mis amigos. Sus calles esconden muchas historias que tienen que ver con sangre y poder. Un traficante de piezas de automóviles fue nuestra guía y salvador.
1.
Si miramos a Sudamérica en un globo terráqueo, Paraguay, muchas veces, pasa invisible en el mapa. La tierra guaraní, que sufrió el genocidio más grande del mundo en la guerra del chaco o que ha entregado futbolistas como Lucas Barrios o Salvador Cabañas, también se ha convertido el segundo productor mundial de marihuana y foco de las drogas en nuestro continente. Pero todos esos datos jamás pasaban por las ideas de Diego y mis otros dos compañeros mientras viajábamos a dedo desde Dourados, una ciudad brasileña del estado del Matto Grosso a 120 kilómetros de Pedro Juan Caballero, la primera ciudad del Paraguay en la línea fronteriza.
Éramos cuatro personas viajando, por lo que los problemas de comunicación reinan cuando debemos separarnos en dúos para avanzar más rápido. Del grupo, solo 1 portaba teléfono, frente al resto que los había perdido durante la ruta. Cuando llegásemos al Paraguay, con Diego debíamos ver la forma de enviarle un mensaje por Facebook a Simón, ya que otro compañero de viaje, Jesús, dejó cargando su teléfono en un camión brasileño.
Al llegar, no había un control estricto en la frontera. Con un calor promedio de 38°, avanzamos por sus calles vacías hasta toparnos con un extraño sujeto que nos ofreció ayuda.
Si hubiésemos sabido que al lugar lo consideraban un infierno por sus matanzas regulares al estilo mexicano, quizás nunca habríamos aceptado el ofrecimiento de don Gerardo.
2.
Al llegar a Pedro Juan Caballero, buscamos cumplir con el protocolo del control fronterizo. Como el mapa de Google no funciona sin datos móviles, a la primera persona a quien le conversamos nos indicó la dirección para llegar a las oficinas, llegando a ofrecer su camioneta Chevrolet del año para llevarnos al lugar y buscar a nuestros compañeros.
Gerardo, a través de su acción y su hablar, se convirtió en una especie de representante de su ciudad. Al subirnos en el asiento trasero con Diego, el hombre sin motivos nos contó que le faltaba el pulmón derecho, una convesación que rápidamente llegó hasta los detalles de su profesión.
“Soy narcotraficante, trafico de todo lo que puedes imaginar” dijo con una acento que remarca las erre, como un gringo hablando español. El oficio de narco lo contó tan natural como otros datos de su vida: escondía todo con un taller mecánico falso y vivía feliz a sus 43 años siendo padre de 4 hijas.
3.
Al encontrar en las calles de Pedro Juan Cabellero a nuestros compañeros, Gerardo nos llevó a hacer el trámite del pasaporte.
La despreocupación de la aduana entre la ciudad y Brasil era evidente, ya que no nos revisaron y ni se preocuparon en pedir el pasaporte para poner el timbre. Su poca rigurosidad entregaba los primeros indicios de lo que conoceríamos de uno de los países que vive de la ilegalidad. Tras sellar el trámite, Gerardo ofreció un paseo por sus principales calles, indicando los puntos donde ocurrió un hecho que roza la ficción.
El empresario Jorge Rafaat, una especie de capo de la mafia del lugar, había muerto dentro de su Hammer hace un par de días, luego que dos camiones lo encerraran para dispararle balas antiaéreas, de esas que derriban misiles, y quitarle el negocio de la marihuana y sus miles de transacciones que movía hacía Europa. ¿Acaso suena real todo esto?
Gerardo contaba los detalles tal como cualquier mortal relata un partido de fútbol que terminó con varios expulsados. Su amabilidad fue tanta que terminamos esa tarde en la mesa de su hogar.
4.
Camino a su casa, Gerardo iba apuntando los lugares que no debíamos olvidar. Pasamos por el aeropuerto, que servía para traer las piezas adulteradas que ocupaba en su taller mecánico, por donde también pasamos por fuera y logramos ver a dos policías tomando una “pilsen” mientras conversaban con otros mecánicos.
Recuerdo que la casa del paraguayo por fuera relucía su gastada pintura verde, la cual contrastaba con los siete vehículos con placas de distintos estados de Brasil.
Al entrar, su esposa Karolinny nos recibió con dos besos en las mejillas. Su suegro, con cadena de oro y gorrito cubano, nos miraba en silencio mientras que la esposa de éste, 40 años menor junto a su hija de cuatro, nos invitaron a sentarnos a una larga mesa blanca.
Las ollas que adornaban el mantel entregaban los deliciosos aromas que cuatro viajeros con poco dinero no podían comprar. El sabor de la mandioca, el arroz, el olor a carne de cerdo junto a sus cucharas para que cada uno se sirviese esperaban el rezo. “Junten sus manos y oremos para que llegue platita a esta familia” dijo la matriarca, mientras que entre risas resonaba el amén.
Tras comer todos juntos, en el patio las sillas y los cigarros nos esperaban antes de ir a buscar pasajes rumbo a Asunción. Ahí, entendimos que el yerno seguía las acciones que el hombre con aspecto de Clint Eastwood brasileño ordenaba para mantener el negocio. Quizás, fue la frase del suegro de Gerardo mientras fumábamos, la que dejó claro todo: “Si vienes a este mundo y no piensas en dinero, te mueres”, sobre todo si vives en una ciudad donde la droga paga campañas presidenciales.
Cerca de las cinco de la tarde, luego de una sobre mesa para el recuerdo, Gerardo ofreció dejarnos en el terminal para tomar el bus de las 5. Pese a que no lo pedimos, dejó un par de guaraníes en cada bolsillo de los viajeros. Quien diría que en el lugar donde reina la impunidad y la corrupción, encontraríamos esa sensación de estar en casa.